A esto llega el amor de una madre enfermiza

Lo que vas a escuchar ocurrió en Oaxaca, México. Uno de aquellos casos en que el amor enfermizo de una madre llega a consecuencias repugnantes y entristecedoras a la vez. Si sabes más informaciones de este caso en concreto (o de historias parecidas) me interesaría leerlas en los comentarios. 


La mujer sin rostro 

Hace mucho tiempo, en las afueras de Oaxaca, en un pueblo llamado La Luz, vivía una familia. Era una típica familia de la burguesía acomodada. Sin embargo circulaban unos rumores entre los vecinos. Se decía que Justina, la señora de la casa, era una especie de bruja. La desdichada mujer sufría una malformación en el rostro, lo cual provocaba que todo el mundo se alejara de ella. Si salía a la calle, no había quién quisiera verle la cara, ya que pensaban que la simple mirada de la mujer atraía la muerte. Ya se pueden imaginar la magnitud de la desgracia que afectaba a la pobre Justina.

De hecho, fue tan grande la desesperación, debida a su deformidad facial, que la mujer se volvió loca. Incluso llegó un punto en que el rechazo que le demostraban todos y cada uno de los vecinos del pueblo le impidió salir de casa. Y por si eso fuera poco, Justina desarrolló una verdadera fobia a los espejos, cosa que explicaba por qué no había ninguno en la casa, para no tener que ver su propio rostro horroroso. Ahora bien, Justina tenía dos hijas, Soledad y Constanza, de 17 y 13 años respectivamente. Al contrario que su desafortunada madre, las dos muchachas eran muy bellas. Eran dos perlas, en verdad, cuya hermosura era admirada por la gente del pueblo.

A ellas y a sus sirvientas Justina las mandaba a comprar muñecas, las más bonitas que pudieran encontrar, para intentar paliar de esta manera el dolor y la obsesión por su rostro. Justina realizaba una especie de ritual salvífico. Una vez tenía las muñacas en sus manos les recortaba las caras e intentaba ponérselas; pero obviamente, al ser caras de muñecas, no llegaban a cubrir la suya.

Una noche Justina estaba más obcecada que de costumbre. Necesitaba una nueva cara; una cara preciosa. Agarró un cuchillo y entró al cuarto de Soledad. Su hija escuchó el rechinar de la puerta y entrevió una sombra en la oscuridad. Se incorporó asustada, pero al darse cuenta de que era su madre se tranquilizó enseguida. Cuándo vio el reflejo de la luna en la hoja del cuchillo la muchacha gritó, gritó tan fuerte como pudo. No le sirvió de nada: en la casa sólo estaban ella y su madre, y el edificio tenía muros demasiado gruesos para que se escuchara desde fuera. Justina hincó el cuchillo en el pecho de la hija. Diez puñaladas le dio a la pequeña Soledad, destruyéndo su cozazón y partiendo sus costillas.

Eso no fue sino el primer acto del horrible espectáculo que se ofreció aquella noche. Después de acometer a su hija hasta matarla, Justina le cortó la cara. Mientras se la desprendía del cabeza decía, repetidas veces: “Yo soy linda. Soy linda, y nadie me insultará más. Porque hoy he vuelto a nacer”. Lo murmuraba una y otra vez, como un mantra que surgiera desde los abismos de su mente. Se retiró a su dormitorio, se sentó ante su tocador (que no tenía espejo), y empezó a quitarse la piel de su propio rostro. Lloraba de dolor, y reía histéricamente al mismo tiempo, mientras se recortaba la piel con el cuchillo. Se imaginan lo que pasó a continuación, ¿verdad? Justina colocó la piel de la cara de su hija sobre la carne viva, y se la cosió con hilo y aguja.

Conforme iban pasando los días, el nuevo rostro de Justina se fue descomponiendo. No tardó en provocarle una infección gravísima, y como no había estado en contacto con nadie en más de dos semanas, nadie pudo ayudarla y murió. Tres semanas después del asesinato regresó Constanza, quien había pasado un mes con su padre. Nadamás llegar llamó a su hermana; pero no contestó. Al ver que no bajaba, subió a su cuarto a buscarla. Sus gritos retumbaron en toda la casa cuándo encontró a Soledad muerta en su cama, con el cuerpo martirizado a cuchilladas, sin rostro y en estado de putrefacción. Corrió al cuarto de su mamá, y ya no podía creer lo que estaba viendo: la cara de su hermana cosida al cadáver de su madre. Constanza salió corriendo de ahí. Nadie en la población la volvió a ver.

Durante mucho tiempo no se supo qué fue de la pequeña Constanza hasta que, en 1952 se detuvo a una mujer que asesinaba a otras mujeres para amputarles el rostro. La criminal no paraba de pronunciar las mismas frases. Y ¿quieren saber qué era lo que no paraba de repetir? “Mi hermana necesita un rostro. Mi madre se lo robó”. Todo el tiempo, con tono monocorde, la mujer soltaba esta letanía. Estaba claro que tenía serios trastornos mentales. Fue internada en un manicomio, en el que se suicidó al cabo de un tiempo, tirándose por una ventana.

Han pasado muchos años; Constanza está muerta, y hasta el psiquiátrico ha sido demolido. En su lugar surge ahora un complejo de departamentos. Sin embargo los moradores de aquellas viviendas distan mucho de estar contentos con sus hogares. Según cuentan, en las franjas horarias de más tranquilidad, cuando ya no hay ruido de tránsito y vocerío del vecindario, se escuchan frases que fluctúan en el aire, apenas susurros. Es muy difícil distinguir claramente las palabras, pero quiénes lograron entender algo del mensaje aseguran que es una voz femenina, y que expresa preocupación por el rostro de su hermana.
 

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